Siendo seres humanos en
interacción con otros, estamos constantemente expuestos a recibir ofensas y a
ofender. Dios está consciente de esta situación y no descarta que suceda aun entre creyentes, familiares y seres queridos.
La verdad es que en esos medios es que más suele ocurrir. Por eso la Palabra de
Dios nos guía a perdonar y pedir perdón, y nos insta a amar, pues el amor es el
único medio de olvidar ofensas y sanar heridas.
Debe ser incómodo estar sentado en el mismo banco o
la misma fila en el templo, cerca de alguien con quien tenemos alguna
“diferencia” (para no usar un término muy fuerte), o quizá sea preferible
decirlo con más precisión, una enemistad
o un problema de ofensas. Es difícil ser objetivos al pensar de nosotros mismos
en ese aspecto, (la culpa no fue nuestra, sino del otro, yo estoy bien con Dios,
y él fue quien me hirió, quien me ofendió, quien conspiró contra mi).
Dar el
primer paso hacia la reconciliación es quizás la parte más dura para resolver
el problema, aunque sea usted el agraviado y no el otro. Si hemos ofendido a algún
hermano, es doloroso pero es necesario dejar a un lado el orgullo y buscar el perdón de la otra
persona.
Si no lo ha experimentado, créame que en la reconciliación
hay una descarga deliciosa de paz y purificación de la conciencia que nos hace
ver cuán amargo y corrosivo es para el espíritu guardar rencores e iras contra
nuestros hermanos.
Alguien
dijo: “Perdonar es poner en libertad a un prisionero, y descubrir que el
prisionero… eres Tú”
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